CONTEXTO

Tras más de cinco años de violencia desatada por el régimen de Bashar el Asad contra su población, Siria ha terminado por convertirse en un escenario el que simultáneamente chocan los rebeldes contra el régimen alauí, Irán y Arabia Saudí en lucha por la hegemonía regional (sin olvidar a Turquía, Catar y otros actores regionales) y hasta Estados Unidos y Rusia en su afán global por contrarrestarse mutuamente. Las muertes violentas ya superan las 400.000, en tanto que se registran ya más de 9 millones desplazados y más de 4,5 millones de refugiados (de una población total de 23 millones de personas).

En todo caso, y gracias sobre todo al apoyo recibido por Hezbolá, Irán y Rusia, el régimen sirio no solo ha evitado su colapso sino que ha recuperado la iniciativa en el campo de batalla y en el terreno político. En el bando opositor, por el contrario, las fracturas son muy evidentes, tanto en el nivel de representación política como entre los actores combatientes. Mientras unos apuestan por derribar al régimen como opción prioritaria, otros parecen más dispuestos a contemporizar y centrar sus fuerzas en eliminar la amenaza yihadista que representa Daesh y otros grupos.

Lo que se percibe ante este inquietante panorama es que ni hay respuestas adecuadas al drama de los refugiados y desplazados- el penoso ejemplo de los países de la Unión Europea es suficientemente elocuente-, ni tampoco en la búsqueda de soluciones negociadas, mientras se agotan los esfuerzos por conformar interlocutores válidos que sirvan de alternativa al régimen genocida sirio. Esto supone, en la práctica, volver a considerar a El Asad como un mal menor y como un socio útil en el intento por desmantelar la presencia de Daesh en buena parte de su territorio, obviando la enorme responsabilidad acumulada en estos años, así como las demandas del conjunto de la población siria.